En cuanto se despistaba, le pasaba mis dedos por el pelo. El tacto de ese cabello corto acariciando mis dedos me encantaba. Nunca duraba, al medio segundo se giraba enfadado y me decía que parase. Era una vida anterior, aquel gesto no contenía en ningún momento afecto romántico, solo buscaba una sensación agradable.
Un día, hace ya décadas, me dijo que no le gustaba, que le molestaba, que no lo volviese a hacer.
Nunca más volví a pasar mis dedos por su cabeza. Nos seguimos acordando del detalle y nos reímos aún ahora, muchos muchos años más tarde.
Tiempo después llegaron otras personas a las que no les resultaba molesto. Personas a las que me unían sentimientos mucho más profundos, con las que la cercanía era máxima. Personas a las que podía pasar horas acariciándoles el pelo, dejando que los mechones se deslizasen entre mis dedos, jugando con ellos. No eran personas aleatorias y poder tener su cabeza tan, tan cerca de mí, reposando sobre mi cuerpo y poder pasarme ratos eternos acariciándoles se convirtió para mí en un acto de ternura, de cercanía máxima, de protección, de cariño, de entrega, de intimidad.
Podía quedarme dormida enredando esos mechones entre mis dedos y luego soltándolos. La sensación del roce del pelo con la palma de mi mano me transmite tranquilidad. Transforma la situación, todo lo que ella conlleva. Es más que una caricia, más que un simple gesto, es complicidad, es... todo.
Cualquier forma de explicarlo se queda corta, resulta demasiado simplista. No sabría condensar en una palabra todo lo que ello representa para mí. Ya no es un gesto aleatorio; queda reservado a un selecto círculo.
No sabía explicarlo, me faltaban las palabras. Hasta hace unos días. Un libro regalado sobre el arte de la felicidad contenía esa palabra mágica que engloba toda esa sensación que para mí transmite: cafuné.
Un regalo que puedo hacer con mis manos y que entrega parte de mí.
Un día, hace ya décadas, me dijo que no le gustaba, que le molestaba, que no lo volviese a hacer.
Nunca más volví a pasar mis dedos por su cabeza. Nos seguimos acordando del detalle y nos reímos aún ahora, muchos muchos años más tarde.
Tiempo después llegaron otras personas a las que no les resultaba molesto. Personas a las que me unían sentimientos mucho más profundos, con las que la cercanía era máxima. Personas a las que podía pasar horas acariciándoles el pelo, dejando que los mechones se deslizasen entre mis dedos, jugando con ellos. No eran personas aleatorias y poder tener su cabeza tan, tan cerca de mí, reposando sobre mi cuerpo y poder pasarme ratos eternos acariciándoles se convirtió para mí en un acto de ternura, de cercanía máxima, de protección, de cariño, de entrega, de intimidad.
Podía quedarme dormida enredando esos mechones entre mis dedos y luego soltándolos. La sensación del roce del pelo con la palma de mi mano me transmite tranquilidad. Transforma la situación, todo lo que ella conlleva. Es más que una caricia, más que un simple gesto, es complicidad, es... todo.
Cualquier forma de explicarlo se queda corta, resulta demasiado simplista. No sabría condensar en una palabra todo lo que ello representa para mí. Ya no es un gesto aleatorio; queda reservado a un selecto círculo.
No sabía explicarlo, me faltaban las palabras. Hasta hace unos días. Un libro regalado sobre el arte de la felicidad contenía esa palabra mágica que engloba toda esa sensación que para mí transmite: cafuné.
Un regalo que puedo hacer con mis manos y que entrega parte de mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario