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Lapsus

Un último vistazo al reloj antes de entrar. Al hacer el movimiento de girar la muñeca recuerdo que, como siempre, nunca lo llevo puesto. A mi cabeza acude la imagen del lugar en el que está guardado, junto a los otros tres que he ido coleccionando. Palpo buscando el móvil, lo extraigo, compruebo la hora.

Justo a tiempo. Los pasos apresurados recorriendo la distancia que me separaba del punto de encuento han dado resultado. No me retraso.

Estoy a punto de empujar la puerta y entrar cuando oigo tu saludo a mi espalda. Esa voz de siempre, esa nota alegre que te sale sin más. Entramos y yo busco mi lugar habitual. Siempre al fondo, siempre sentada de cara a la puerta, nunca dándole la espalda. No era consciente de esa costumbre hasta que alguien me lo señaló un día. Desde entonces es una decisión premeditada el sitio que busco.

Tras pedir, en lugar del torrente de palabras habitual, el silencio se adueña de la mesa. Son muchos otoños ya, muchas hojas que han caído y muchos inviernos los que hemos dejado atrás. Podríamos hilar mil frases y sabemos que ninguna llegará a su final, que en nuestros labios se secarán las palabras antes de llegar a ser pronunciadas. Lo banal ya no cabe y lo importante, lo que marca una diferencia, es impropio del lugar y del momento.

Parece que no encontramos la postura adecuada en el asiento. Reconocemos la cara que tenemos ante nosotros, pero ni siquiera es la misma ya. Más ojeras, canas incipientes, surcos en la piel. El tiempo es implacable a la hora de dejar huellas.


Poco después nos volvemos a alejar. Una despedida inconexa. De nuevo, las fórmulas habituales no encajan.


Di unos pasos y me giré para ver cómo te alejabas. Sé que tú hiciste lo mismo.

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