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El mar

No hacía ni tres horas que me había acostado. Entremedias, una llamada que no era para mí me sacó sobresaltada del sueño, esa fracción de segundo en la que no ubicaba dónde estaba. Después, vueltas hasta quedarse en un estado intermedio, sin llegar a dormirme del todo.

Qué más daba. Sabía que no había vuelta atrás, así que busqué a tientas la ropa, las gafas. Poco a poco me recompuse, comenzaba el día. Y me apetecía ver cómo olía el mar.

En la calle, esperé a que abriese una cafetería. Tenía idealizado ese momento con café y libro. Esos desayunos que nunca me preparo en casa, pero que sueño con encontrar fuera de ella. Al final, nunca tengo paciencia, devoro, más que saboreo. Trago, más que masticar y ese ideal de horas se convierte en realidad en pocos minutos.

Aunque hacía calor, sostuve entre mis manos varios minutos la taza, vacía, pero caliente aún. Es uno de esos gestos heredados, costumbres que mantengo.

No había casi nadie por las aceras. El sitio estaba vacío y una ligera brisa hacía que la chaqueta no sobrase. Me acerqué a la playa. No es la mejor, no es demasiado grande, está saturada a horas punta, encajada en el medio de una población sin encanto.

Pero es mar. Es rumor de olas. Es olor a sal. Estaba vacía. Tenía pensado poner la mochila al hombro, y hundir los pies en ese agua helada. Porque siempre está helada.

Solo avancé diez pasos. Saqué la toalla, la estiré. Me senté totalmente vestida y vi sin mirar mucho. No sé el tiempo que estuve así.

Pensé que había que repetirlo. Que la idea mil veces comentada de conseguir una casa, un apartamento, algo, junto al mar había que darle forma y llevarla a cabo.


Caí en que era la primera vez que comenzaba la mañana junto al mar.
 

1 comentario:

Lo q Leo dijo...

La gente de tierra adentro
siempre soñamos
con el mar.

Un abrazo