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Oxígeno

Septiembre de 2003. Hace quince años descubrí un oxígeno diferente para mis pulmones.

Un poco antes, en julio de 1998 daba saltos en una cocina porque me mandaban a un país lejano. Mezcla de emoción y de miedo.

Septiembre de 2003 marcó el inicio, entre otros, de ver que ciertos sueños se pueden cumplir y, aún más, que la realidad puede superarlos, convertirlos en cosas diminutas y ofrecernos lo inaudito, algo que no esperábamos. Recuerdo una llamada por teléfono en la que dije, literalmente, que era plenamente feliz. La persona que estaba al otro lado en aquella época también lo recuerda. Dudo, no obstante, que sea capaz de entender todo lo que yo sentía y sigo sintiendo.

No son pocos los que dicen que viajar es algo que les da placer. No soy original, a mí también me aporta, pero lo que me da es oxígeno. Alejarme de mi entorno es un imperativo cuya urgencia crece con cada día que paso atada a él. Resulta difícil describirlo sino se siente, es una sensación que termina por invadirlo todo y que ahoga, que deja rastro a su alrededor.

Viajar, en su sentido más amplio. Dejar de lado el portátil, el entorno conocido. Salir sin mirar un reloj, sin estar atada a compromisos, sin estar pendiente de dispositivos electrónicos. Respirar profundo. Porque, para mí, es eso, es como una respiración profunda de verdad. No es cargar pilas: es poder respirar.

Es respirar, porque alejarme siempre me da perspectiva, ya sea de lo personal, lo profesional o el entorno. Salir de mi paisaje habitual me enseña siempre que hay más opciones, que no solo las mías son válidas, me hace cuestionarme planteamientos arraigados, me hace valorar otras pequeñas cosas, me hace descubrir otros universos, otros lugares cuya belleza admirar, sentir otros olores, otros tactos, pasear sin un destino concreto.

Es oxígeno, un oxígeno de otro tipo, pero que necesito para seguir, para encontrar motivos, para calmarme, para impulsarme, para retraerme, para reconvertirme. Para ser, al fin y al cabo.

Puede ser un destino cercano, puede ser la otra punta del mundo, con culturas exóticas. Puede ser un destino urbano o naturaleza pura en la que poco hay que hacer. Siempre incluye, eso sí, libros, desayunos con calma, y silencio.

Ellos lo saben: mi teléfono no suena con llamadas cuando me alejo. Se queda callado, dejándome disfrutar de ese momento. No creo que lleguen a comprender el grado en que llego a necesitarlo, la sensación de ahogo cuanto más tardo en hacer un alto en el camino. No necesito tampoco su empatía. Con el respeto de esta concepción mía me llega.

Viajar, ese oxígeno lo percibo en el momento en que la sonrisa es permanente de forma involuntaria, en que la curiosidad de una chiquilla que lo mira todo por primera vez me vuelve a llenar, en que la luz cambia, en que no hay nada que sea un obstáculo, no hay contratiempos, sino planes espontáneos y todo parece posible.

Aunque sé que también otros lo notan, porque quien me acompaña suele acabar comentándolo, yo noto la transformación. El cambio, la contemplación.

Llegar a un sitio y sentir que el mundo entero quedó atrás hace siglos. Percibir que soy parte de él de inmediato. Una realidad alternativa que se alarga al máximo. Y, a la vuelta, redescubrir el mundo que dejé, sorprenderme de que siga girando, verlo con nuevos colores.

Menos opresión. Más ilusión. Más ganas.

Más oxígeno.

2 comentarios:

Lo q Leo dijo...

Totalmente de acuerdo,
estamos atados con cadenas de perro
a nuestro entorno
y al viajar es una manera de soltarnos.

Celebro que hayas puesto el bloglist
pero lloro amargamente
por no estar en él.

Bett dijo...

Ya está... aunque juraría haberlo puesto (y sé que suena a excusa, pero...).

Paso a paso.