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Disfraces

Me levanto, apago el despertador antes incluso de que llegue a sonar. Primer destino: la cocina, café. Ese momento tan especial. Paseo la taza conmigo según me muevo por casa.

Encender la radio, meterme en la ducha mientras oigo cómo desgranan las noticias más importantes del día. Pensar en cambiar a alguna otra emisora de música que me dé más energía. Tal vez suene alguna canción conocida que pueda tararear.

Hoy no vale que el pelo seque a su aire, desmadejado, sin control. Hoy toca hacer uso de los productos que pacientemente esperan su turno, que nunca se acaban y que me recuerdan lo poco que los empleo. Secador un buen rato. Pienso en que esos minutos podría aprovecharlos para hacer algo distinto. Leer unas páginas más. Saborear un poco más el café. Sentarme junto a la ventana y ver cómo despierta el día.

El secador ayuda, pero no del todo. No tengo paciencia, así que cada mechón sigue apuntando en una dirección. Resoplo, lo dejo para más tarde. Como en las películas, abro el armario, reviso con ojo crítico las perchas en las que hay ropa que me llama. Vaqueros cómodos,  jerséis anchos, camisetas. Sudaderas incluso. Ya ni alargo la mano. Es inútil, una batalla perdida de antemano.

"Si te arreglaras...", "la imagen...", "el mundo actual..." Cada día que sigo este proceso, mientras escojo la ropa las frases resuenan en mi cabeza. Me da rabia que tengan razón en alguna cosa, me sigue molestando que juzguemos y juzgue yo también más el envoltorio que el contenido. Recuerdo las experiencias de ser valorada solo por la imagen exterior y las veces que tuve que morderme la lengua. Era más novata, aunque no sé si ahora tendría a punto la frase ingeniosa adecuada con la que cortar esos comentarios. Quisiera pensar que sí, pero lo cierto es que no estoy segura.

Opto al final por combinaciones estándar. Las cuatro prendas que sé que encajan, que sirven como los diferentes elementos de un todo. Vestido, camisa y vaqueros. Algo así. Que no destaque por estar fuera de lugar.

De nuevo al baño, a terminar con las planchas lo que el secador no consiguió. Más noticias de fondo. Miro el reloj, llevo casi una hora en todo este proceso y vuelvo a pensar que es un desperdicio de tiempo. Menos mal que es algo excepcional, que no es mi rutina de diario. Quiero apurar, pero no puedo. Polvos, brillos, rímel, precisión como si de un cuadro se tratase.

Casi está. Faltan los adornos. Los pendientes adecuados, anillos. Zapatos con tacón. Miro de nuevo los tenis, las botas planas y me entra la tentación de transgredir y usarlas. Sé que no lo haré.  Cojo el calzado adecuado.
Reviso con un punto crítico la imagen que me devuelve el espejo: adecuado, perfecto, transmite seriedad, profesionalidad, encajar en el orden social. Me veo favorecida, para qué negarlo, las piezas encajan en el puzzle.

"Podrías sacarte partido...", "Nunca sabes qué puede pasar...", "las modas...". La letanía coge de nuevo volumen en mi cabeza. No había sido nunca tan consciente hasta que a diario me lo hicieron notar. Mi estilo personal no se había cuestionado antes, mis derroteros profesionales me permitieron mantenerlo más allá de lo razonable. Hasta que alguien llamó mi atención sobre él. Como una mancha que no ves, y que, una vez que te la señalan, no puedes dejar de mirarla.


Cierro la puerta tras de mí. Comienza el día. Un último suspiro pensando en que entraría de nuevo, sacaría todo y me quedaría cómoda con un vaquero, una camiseta y un polar.  Calzado plano. Sin tener que preocuparme por el labial ni las uñas.

Para mí es un disfraz. No soy yo. No es mi esencia, aunque pueda pretender que me desenvuelvo con soltura. No me sale natural sentirme cómoda en ese papel. Dame unas zapatillas y me verás correr, sin estar limitada por los pasos pequeños que imponen los tacones.


Mientras giro la llave, ajusto el último elemento: la sonrisa. Todo listo para representar un papel. Contando los minutos que faltan para despojarme de él y volver a ser yo.

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