En el colegio estudié la teoría de los mensajes. Ya sabes, emisor, receptor y mensaje. Añádele codificación, descodificación, canal y ruido. Todo muy lineal y simple. Alguien desea transmitir algo, lo codifica en palabras (oralmente o por escrito), lo transmite por el canal correspondiente y el mensaje llega al receptor, quien lo descodifica y ya tiene toda la información. De vez en cuando había ruido por el medio que dificultaba la transmisión del mensaje. En mi mente infantil, siempre lo asociaba con un ruido físico, con no poder escuchar bien, con que las palabras estuvieran borrosas o la caligrafía fuese peculiar.
He hecho de la comunicación mi forma de vida profesional. Y estos pocos años, unidos a los muchos más de experiencia personal, me han enseñado que lo más común es que lo más probable es que el receptor nunca interprete el mensaje exacto que quería transmitir el emisor.
A veces, en nuestra cabeza tenemos un discurso bien hilado, perfectamente definido, visualizamos incluso los puntos y los diferentes apartados. En nuestra mente vamos diseñando y escogiendo palabras como si de un puzzle se tratase para que encajen a la perfección. Le damos vueltas hasta que tengan el significado exacto.
Después, la situación real nos supera, nos tira por la borda casi toda la planificación. Al ver a un público expectante, perdemos el hilo y ya no resultamos convincentes. Si es una conversación personal, nuestros nervios y estado de ánimo y lo que inferimos de la actitud del interlocutor también nos hacen transitar caminos alejados de nuestra intención inicial.
Resultado: lo que decimos acaba siendo un pálido reflejo de lo que tan florido sonaba en nuestra cabeza.
Por si un elemento de confusión fuese poco, añadamos más cosas a la coctelera: idiomas diferentes, significados distintos y, sobre todo, experiencias y atribuciones personalizadas. Para mí algo tiene una connotación positiva; para la persona de enfrente tiene una connotación negativa. Yo designo de una forma general un hecho concreto; esa vaguedad permite hacer inferencias a quién me escucha (¿imprecisión buscada?¿falta de conocimientos?). El tono, la forma... he conocido a gente que habla casi gritando. Intentan convencerte de que realmente están calmados, pero la sensación es de crispación en cualquier conversación. Transmiten, crean ruido, confusión. Hay quien en las discusiones más acaloradas permanece impasible (¿indiferencia? ¿falta de implicación?). Nuestro bagaje, nuestras vivencias, nuestros absolutos transmiten, nos condicionan. Y si los idiomas maternos son distintos, configuran por completo también la estructura mental, la importancia y la visión de la realidad. Parece una tontería, algo insignificante, pero al final esos detalles marcan más diferencias de las que parece.
El mensaje se complica, el emisor no transmite lo que quiere exactamente, el canal lo altera, el receptor lo interpreta a su manera. Es la gracia, lo que puede dar pie a enredos divertidos. También es lo que provoca a veces desacuerdos.
No obstante, raro es el día que alguien no me dice aquello de... "tú ya me entiendes lo que quiero decir".
No: lo extraordinario sería que sí lo hiciera.
He hecho de la comunicación mi forma de vida profesional. Y estos pocos años, unidos a los muchos más de experiencia personal, me han enseñado que lo más común es que lo más probable es que el receptor nunca interprete el mensaje exacto que quería transmitir el emisor.
A veces, en nuestra cabeza tenemos un discurso bien hilado, perfectamente definido, visualizamos incluso los puntos y los diferentes apartados. En nuestra mente vamos diseñando y escogiendo palabras como si de un puzzle se tratase para que encajen a la perfección. Le damos vueltas hasta que tengan el significado exacto.
Después, la situación real nos supera, nos tira por la borda casi toda la planificación. Al ver a un público expectante, perdemos el hilo y ya no resultamos convincentes. Si es una conversación personal, nuestros nervios y estado de ánimo y lo que inferimos de la actitud del interlocutor también nos hacen transitar caminos alejados de nuestra intención inicial.
Resultado: lo que decimos acaba siendo un pálido reflejo de lo que tan florido sonaba en nuestra cabeza.
Por si un elemento de confusión fuese poco, añadamos más cosas a la coctelera: idiomas diferentes, significados distintos y, sobre todo, experiencias y atribuciones personalizadas. Para mí algo tiene una connotación positiva; para la persona de enfrente tiene una connotación negativa. Yo designo de una forma general un hecho concreto; esa vaguedad permite hacer inferencias a quién me escucha (¿imprecisión buscada?¿falta de conocimientos?). El tono, la forma... he conocido a gente que habla casi gritando. Intentan convencerte de que realmente están calmados, pero la sensación es de crispación en cualquier conversación. Transmiten, crean ruido, confusión. Hay quien en las discusiones más acaloradas permanece impasible (¿indiferencia? ¿falta de implicación?). Nuestro bagaje, nuestras vivencias, nuestros absolutos transmiten, nos condicionan. Y si los idiomas maternos son distintos, configuran por completo también la estructura mental, la importancia y la visión de la realidad. Parece una tontería, algo insignificante, pero al final esos detalles marcan más diferencias de las que parece.
El mensaje se complica, el emisor no transmite lo que quiere exactamente, el canal lo altera, el receptor lo interpreta a su manera. Es la gracia, lo que puede dar pie a enredos divertidos. También es lo que provoca a veces desacuerdos.
No obstante, raro es el día que alguien no me dice aquello de... "tú ya me entiendes lo que quiero decir".
No: lo extraordinario sería que sí lo hiciera.
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