Por motivos que no vienen al caso, estos días vi de cerca varios casos desgarradores, de cosas que te destrozan y de paso se llevan contigo la credibilidad y la fe en el ser humano.
De algunas de esas cosas sólo he llegado a ver la punta del iceberg, sólo la cara que algunos podemos ver al tratarlas de cerca, pero que, en cuanto rascas un poco y buscas más al fondo, te descorazona hasta lo infinito y te quedas pensando que cómo es posible que seamos tan egoístas, que llevemos todo hasta el extremo y qué ruínes podemos llegar a ser.
También me han tocado conocer un par de casos de problemas de salud graves en que los afectados son demasiado jóvenes aún, en el que el diagnóstico es, si cabe, aún más desolador.
Ha sido una época de ver el dolor demasiado de cerca. Y tengo suerte, porque ninguno me ha tocado directamente (ojalá tarde muchísimo en tocarme a mí, o a mi familia). Pero... ves un dolor, que aunque sea en otros, llega a paralizarte, que te hace preguntarte en qué mundo vivimos, que qué injusto es todo y qué asco puede llegar a serlo.
Esos dolores paralizantes, ese sufrimiento que nos rodea aunque nos empeñemos en obviarlo, en no presentarle atención...
Sólo la rutina nos salva. Sólo esas obligaciones banales del día a día (comer, ir a trabajar, acordarse de hacer tal o cual recado, pedir citas...) nos salvan y nos obligan a centrarnos por un momento en otras cosas, dejando el dolor de lado. Y aún sabiendo que está ahí, que cualquier día nos va a pillar por sorpresa y nos pondrá nuestro mundo patas arriba, en el día a día, otras pequeñas cosas nos distraen, nos hacen creer que estamos bien, que la felicidad está garantizada y que todo puede ir bien.
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