Suscribirse por correo electrónico

Felicidad

Observo el atardecer sobre los tejados y ya soy feliz otra vez.

Sé que será algo efímero, que la felicidad no es una sensación duradera, aunque de forma inconsciente nos pasemos la vida anhelando que se transforme en algo permanente. La realidad es que esos momentos tranquilos, en los que todo parece en orden y en los que uno se siente en el lugar en el que debería estar, son los menos. El resto, la gran mayoría, son una persecución alocada hacia un destino incierto luchando contra la percepción inculcada de que deberíamos estar haciendo, pensando, deseando, buscando algo diferente.

La clave está ahí: "diferente". No hay garantías de que vaya a ser mejor que lo que tienes ahora; de hecho, la probabilidad dice que incluso puede ser peor, pero esa cara es el amargor de la píldora que todo el mundo omite.

Son demasiados estímulos, demasiadas presiones directas e indirectas, demasiadas expectativas ajenas y propias las que pesan sobre cada una de nuestras pequeñas decisiones. Llega un momento de la vida en que el adulto en que nos hemos convertido tiene que rendir cuentas de forma más o menos encubierta ante el niño que fuimos, ante aquello que en su día anhelamos y los sueños que atesorábamos en la infancia.

Y casi siempre es un ajuste de cuentas en el que salimos perdiendo en nuestra edad madura. Pocos conozco que estén a la altura de aquello que esperaban o que soñaban. La mayoría han ido renunciando, han ido modelando y, lo más difícil, han ido aceptado y reconciliándose con el devenir que han forjado o que le ha tocado en suerte. Hay una pequeña parte que en algún momento se rebela, que de pronto es consciente de lo mucho que se alejaron de aquello a lo que aspiraban. Es en ese momento cuando aparecen las crisis de la decena que toque cumplir en ese año, cuando de pronto queremos recuperar el tiempo perdido y rehacer caminos que son imposibles de volver a recorrer.

A veces pienso que la felicidad tiene un gran componente de resignación. De aprender a no enfadarse con el mundo, con la vida que nos ha tocado o hemos elegido. Resignación porque en algún instante tal vez lleguemos a comprender que no lo podemos tener todo y que, aunque parezca extraño, lo realmente difícil es detectar y disfrutar esos instantes de alegría pura.

La felicidad, así, con letras redondas, plenas, eso que nos venden en los anuncios, que pretendemos vislumbrar en cada vida ajena, no es un estado, son gotas que salpican nuestra rutina. Hay quien, aun sintiendo esa pequeña porción de agua, decide ignorarla, opta por quejarse y pensar en que solo le ha humedecido un centímetro de su piel, cuando esperaba sentirse plenamente empapado.

Los que han aprendido a que ya simplemente eso es un pequeño milagro, celebran esos segundos y se aferran a ellos porque son los que dan energía para el resto de adversidades.


Muchos, entre los que me incluyo, tenemos una batalla interior continua: por un lado nos creemos con un derecho irreal a tener más felicidad, a que esas gotas son salpiquen más a menudo; por otro lado, sabemos que no es un derecho que podemos ejercer. Nada nos asegura que merezcamos ser más felices. No hay un equilibrio cósmico que haga un reparto equitativo de tragos dulces y amargos. Para mí, la resignación es aprender esa difícil lección. El siguiente paso es revestir de felicidad y recrearnos en pequeños gestos y momentos que nos tranquilizan, que hacen que esbocemos una sonrisa sin casi ser conscientes de ello. Que hacen que estemos plenamente concentrados en ese segundo.


Un abrazo prolongado en el que parezco fundirme en la otra persona, sintiendo su calor, sin prisa por deshacer el nudo de las manos en la espalda. Un paseo entre árboles donde el olor de la hierba seca me transporta por unos instantes a recuerdos donde lo único que hacía era reír y saltar. Sentarme en la playa frente al mar en invierno y sentir poco a poco como me traspasa la humedad de la arena, mientras el rítmico sonido de las olas actúa como un mantra que me acuna.

El primer café de la mañana. Ese momento casi sagrado tras levantarme llena de energía. Esos sorbos excesivamente calientes mientras sentada en la repisa como un espía contemplo por la ventana cómo se despierta la ciudad y cómo el día se ofrece para llenarlo de experiencias. Ese ritual en el que me rodeo de silencio y de tranquilidad antes de iniciar la frenética actividad. Ese momento más íntimo y más mío que ningún otro segundo del día. 

Esos amaneceres que pretendemos ver como promesa de todo lo que puede llegar a ser.

2 comentarios:

el chico de la consuelo dijo...

Aunque todos somos esclavos de nuestra biografía
Solo los mas listos tienen las herramientas
Para reconstruirla y escribir un cuento nuevo
Con los pecios de los naufragios.

Ma Legro de tu regreso a las letras
Abrazos

Bett dijo...

Hola, ECDC:

Al final, aunque tardemos, siempre volvemos a aquello que nos llena, o que en su momento nos dio placer.

Para mí, escribir es una de esas cosas. Y reflexionar en voz alta, poniendo orden a mis ideas plasmándolas en papel, me resulta muy grato, aunque mis reflexiones no sean novedosas.

Me alegra ver que estabas esperando :)

Un abrazo.